Todo es acerca de decisiones. Las
hacemos o nos hacen, nos arrastran y no hablo acerca de una aproximación metafórica ni un eufemismo
para las drogas ilegales, ni acerca de ser un viejo loco gritando en el parque
a las copas de los árboles, ni mucho menos a los niños que se atraviesan a lo
largo de la pista.
Hablo acerca de miles de
directrices que se forman frente a nosotros y simplemente se esfuman al menor
presentimiento, hablo acerca del intervalo entre pedir la cuenta o pedir la
siguiente ronda, de la luz tintineante que llena de colores frescos los
azulejos viejos del baño.
El golpe mórbido de realidad
entre el tráfico de entre semana, de ese que se llena de resignación y tiempo-basura
entre pantallas. El cambio constante entre tareas que nosotros mismos nos
asignamos, por placer o gula social. El ver qué más hay, tratar de querer
llenar ese vacío creciente que por más labores y relaciones interpersonales
siempre terminar agrietando los pasos.
Hay silencios que no son una decisión,
se sienten como impuestos por el contexto inmediato; o se sienten una elección
premeditada y no tienen una carga que no termina de disiparse.
No he terminado de comprender de qué
va todo esto, pero tampoco tengo alguna prisa por entenderlo; más bien solo
quiero tomar una decisión y aférrame, pues el no tomar decisiones conlleva una
elección que tiene una mala mano, 7-2 me
dirían en la mesa y me recomendarían foldear de inmediato; todo para descubrir
una escalera de situaciones que se vuelven absurdas al momento de haber
renunciado.
Entonces, en algo así se resumen
todas las hojas que he usado en los últimos meses, las libretas llenas, plagas
de giros y líneas. Algunas incluso tienen horas específicas y tiempos y cafés.
Pero sobre todo tienen algo de mí, algo que no escapa a mis decisiones, ni a lo
que hago, son una extensión de lo que sea que esté sucediendo acá arriba y que
cada vez busca salir de poco en poco. Es la pesadez sobre los hombros, el nudo
en la garganta, y el snooze infinito
entre la vida y mi vida.
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