I said "My one man band is over"
I hit the drum for the final time and I walked away
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Hay una certeza absoluta en la
muerte, que resulta inquietante; sobre todo si se habla de esperas y lapsos. Yo
no sé qué luces son las que están adelante, ni los ruidos que me rodean, ni de
que va todo el asunto; simplemente tengo en claro el turno asignado y el
momento preciso, el cual es este breve espacio que estoy tecleando entre la
tarde de un jueves y la madrugada de un viernes, los escalones obscuros entre
traslados de un bar a otro en horas marginales. Los semáforos siguen parpadeando
en rojo mientras cruzamos el eje de la ciudad y los indigentes gritando a los
pocos transeúntes.
La ciudad tiene una especie de
belleza perturbadora que sale a flote a estas horas de la noche, las historias
toman un descanso de las batallas, se preparan en algún armario para el duelo
del siguiente día; mientras nos preguntamos cuántas vueltas ha dado el camión y
en que esquina es qué debíamos bajar. Hay una especie de señal inequívoca para
cualquier pregunta que pueda surgir entre nuestra interacción, es entonces
cuando las miradas se encuentran por casualidad, pero a estas alturas eso ya no
es una casualidad, nunca más, es una baile sincronizado que va tomando su parte
en todo nuestra estadía.
Ninguno de los dos sabe a dónde
se dirige, lo importante es que si tenemos idea de cómo llegar. Dando vuelta en
algunas esquinas próximas, a media calle, entrando por el estacionamiento y
dominando la pila de escalones que a oscuras se encargan de proteger las
conversaciones ajenas y mantener el anonimato. Es este presuroso paso que se
vale de la guía de tu mano, lo que uno puedo pedir un sábado cualquiera;
manteniendo el silencio y aumentando el ritmo es la rutina que vamos siguiendo
al pie de la letra.
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