Fuera del letargo absoluto que
viene siendo la semana, los vehículos imprudentes y el cambio repentino de
humor en el clima, mis días de ser un cabrón han terminado pronto, estoy listo
para dejar los insultos y actitudes agresivas con extraños e idiotas que se
pasan la luz roja sin la menor preocupación mientras te agreden por estar en la
zona peatonal. Estoy listo para estar callado y calmo en la barra mientras
algún desconocido me cuenta la historia de su vida y los tonos de voces
aledaños se vuelven más exagerados a cada momento.
Entre los libros abultados en el
escritorio distante y las ropas tiradas como minando el cuarto hay una sinergia
que bien podría estar jodiendo lo que resta del lunes. Hace más de cinco horas
que la lluvia de ha puesto de modo, el viento ha tumbado todas las toallas y
los pies se me han puesto helados.
En un momento de lucidez he
querido plantarlo todo, cosecharlo, tener un jardín en la ventana, despertar y
ver el verde abrumador, recibir el aroma de las hierbas, preocuparme
repentinamente alrededor de las seis y tener un sentimiento de culpa al ver las
plantas secas y prometerme no ceder de nuevo a las distracciones; forjarme una
rutina, una ocupación sistemática que me lleve de la mano entre los pasajes del
día.
Así pues, mis noches se acrecientan,
los crujidos me hacen compañía, los relojes me apresuran y gershwin me calma un
poco.
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