"Hay que saber callarse para no romper la copa infinitamente frágil del tiempo." |
La ciudad puede ser un lugar difícil,
las personas pueden llegar a tener un modo de ser que resulta desesperante,
incluso para quienes viven aquí. Uno va adquiriendo la habilidad de pasar desapercibido,
de hacer el menor ruido, de volverse un ente que no se gancha ni en las ramas
de los árboles. Se va encontrando a los suyos, se vuelve una especie de secreto atrayente, que se colude
sin estar consciente de lo que sucede y de pronto rodeado entre las luces y la
música, la conciencia toma posesión de la situación, se recuesta sobre las
caras tranquilas, se esparce entre los vasos sudados, no hay espacio para la
duda; luego de tanto recorrer, de pasar las calles sin dirección alguna, las
banquetas se convierten en mapas exactos de lo que sucedió.
Probablemente todo esto se debe a
que he cumplido 27 años hace unos días, me gusta pensar que oficialmente me
encuentro del otro lado, decir que soy diferente y que siento una renovación iluminadora,
de pronto encontré el camino recto para ser una persona errante.
Mientras tanto sigo siendo la
persona absolutamente impuntual, que se complica las situaciones más triviales,
salgo sin encendedor para no fomentar mi consumo de cigarrillos entre comidas, ¿qué se supone debo pensar mientras apago el ventilador?
El escritorio debería advertirme
del desorden inminente que esta por surgir, darme indicaciones para prevenir
alguna situación incómoda entre las juntas vendieras; pero mantiene su voto de
silencio, la ventana hace ritmo con las ramas de los árboles, de pronto estoy
tan centrado que me siento perdido.
Es decir, ¿todo esto cuenta como
madurar, cierto?
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